30 jun 2010
En bolas a la Bastilla
El Mundial nos secuestra, nos llena la vida, nos desnuda. Por las grietas de nuestra amable existencia se cuela su implacable efecto: desde la sensación de hermandad colectiva que se percibe en la atmósfera hasta la presencia insoportable de la publicidad o la de algunos conductores que llenan el aire de un discurso insufrible.
Nos dejamos llevar por la pasión, claro, pero siempre hay una parte nuestra –la más racional- que está atenta para marcarnos la cancha, para recordarnos todo el tiempo que se trata de un juego que nos despierta nuestras mejores y peores reacciones, que si bien el fútbol nos quita el aliento y nos cambia el humor, el mundo no debería darle tanta importancia. En el fondo, por más que a nosotros nos resulte trascendental, sabemos que es algo pueril, que podrá resultar un espacio en el que encontremos un buen puñado de metáforas de la vida, pero que los verdaderos resortes de nuestra civilización deberían estar atados –de hecho lo están- a poleas mucho más esenciales. A veces, cuando en nuestro país –o en otros del tercer mundo- el fútbol rebasa su condición de deporte rey para saturar nuestra realidad y para mantener en vilo a una sociedad y a sus dirigentes, la panza nos hace un ruido de aprensión y sin sentido. Apretamos los dientes y seguimos, conscientes de que unos se aprovechan y otros se distraen. Por lo general, nuestro razonamiento inmediato es poco condescendiente: decimos que somos una sociedad proclive a los desbandes emocionales y a la teatralización de lo que nos pasa. Como muchas veces en cuestiones de pasiones populares hemos estado cerca de la banquina de la demagogia y del absurdo, justificamos esos derrapes con la carta del subdesarrollo y el chauvinismo más elemental. Solemos ser implacables, imaginando siempre que no somos lo que nos merecemos. “En Europa esto no pasa”; diría un protagonista de la hiperbólica publicidad de TyC Sports.
Sin embargo en Europa pasa. Y a veces más que acá. Y no en cualquier país, sino en la cuna de la sociedad moderna, en ese país que siempre imaginamos bello y romántico, existencialista e ilustrado: Francia.
Hoy, Raymond Domenech, técnico de la selección de fútbol, debió someterse a un interrogatorio de la comisión de Asuntos Culturales de la Asamblea Nacional francesa para explicar el bochornoso paso de su equipo por tierras sudafricanas. Suponemos que no le fue fácil, sobre todo en un país con una dificultad atávica para concordar (Ya se lo preguntaba De Gaulle: “¿Cómo se puede gobernar un país que tiene 246 clases de queso?”) Hace unos días, Thierry Henry, figura del equipo, se reunió con el presidente Nicolas Sarkozy, y pese a que no son tiempos de sosiego para el pequeño mandatario, la cumbre duró una hora y media. Francia atraviesa uno de los momentos económicos más duros de los últimos años, con huelgas que paralizan el país y un ajuste brutal en el gasto público lanzado el martes para capear la crisis.
La inmediata, insoslayable pregunta que nos planteamos es: ¿qué hubiera sucedido en nuestro país si, ante una eliminación escandalosa, Cristina Kirchner se reunía en la Casa Rosada con Javier Mascherano? ¿Qué pasaría si, luego de recibir al ex embajador en Venezuela Eduardo Sadou, el parlamento argentino hacía ingresar a Diego Maradona al recinto? ¿Se imaginan las críticas que –con justicia- desatarían semejantes actos?
Invirtamos la hipótesis y preguntémosnos -a riesgo de derrapar junto a los franceses- ¿Por qué una nación supuestamente madura y poderosa, que debería estar atenta a las enormes dificultades financieras que padece –ella y el continente que lidera-, le da un lugar en su agenda al fútbol? ¿Se volvieron locos los franceses, siempre tan cartesianos y elitistas? ¿O es que sus líderes entienden que gobernar es, entre otros asuntos, atender los problemas de la gente y dentro de esos problemas, nos guste o no, está el fútbol?
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Muy bueno, hachedepé. Justo un redactor de Deportes se planteó más o menos la misma inquietud (me refiero a qué hubiera pasado acá si el Congreso...) en un texto para el blog mundialista. Viene rara la cosa.
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