(El siguiente texto fue escrito hace algo más de dos meses, cuando mucha de la prensa nativa y foránea no daba dos pesos por Maradona DT)
Desde hace un tiempo, buena parte de la patria futbolera debate con pasión —aunque con menos de la que se cree lejos de Ezeiza— las razones por las que Lionel Messi maravilla al planeta cada semana con su equipo, el Barcelona, y, en cambio, cuando le toca jugar con el seleccionado argentino se convierte en un futbolista vulgar, exhibiendo apenas el eco de su innegable genio.
Para John Carlin, cuyas fuentes periodísticas son, entre otras, las reflexiones de un anónimo bloguero inglés y la siempre escurridiza ciencia psicoanalítica, la razón fundamental de ese fracaso es que Diego Maradona tiene un impacto destructivo sobre su heredero y que, limitado como es, falto de ilustración quizás, lejos está de desentrañarlo.
En una peripecia intelectual admirable, Carlin, cuyo prestigio está fuera de discusión, se sumerge con soltura en los alambicados pasillos del inconsciente de Maradona y diagnostica, con herramientas que no deja ver, que en ese territorio tan claro es donde nace el gran problema argentino. Allí, nos enseña Carlin, surge una energía demoníaca —cuyo combustible son la inseguridad y la envidia— que ciega de razón a Maradona, temeroso de perder su condición de Rey absoluto en manos de su príncipe. En la visión de Carlin, Maradona parece ser Nerón: alguien capaz de prender fuego su obra con tal de que nadie ocupe su trono.
Preso de su devastadora egolatría, desde que dirige la selección argentina el dios napolitano, siempre según Carlin, no ha hecho otra cosa más que minar la confianza de Messi enviándole mensajes ambiguos. No hay huellas en el artículo de la naturaleza de esos turbios mensajes —tal vez Carlin tiene fuentes de primer nivel—, pero lo que queda claro es que, para el autor, cada vez que el crack del Barça no tiene una actuación deslumbrante, Maradona —o un enorme pliegue oscuro de su abigarrada personalidad— se relame. Es curioso: Diego siempre ha demostrado, para bien y para mal, que su inconsciente está cerca de su boca.
Hace pocos días, en un reportaje radial, fue Messi quien trató de dilucidar la cuestión. Con oralidad elemental, dijo, palabras más, palabras menos, que cada vez que juega con sus compañeros de selección se lanzan a la cancha sin trabajo, sin práctica, sin conocernos con los otros muchachos. Y así es muy difícil, porque un equipo se construye con trabajo.
La selección argentina, compuesta por futbolistas que juegan en diferentes ligas de Europa, ha entrenado apenas un puñado de días en los últimos dos años. El aceitado Barcelona es el mejor equipo de la historia. Y no sólo porque comulgan allí una inusitada cantidad de fenómenos, sino también porque su técnico, cuyo destino parece ser la sabiduría, puede moldear esa masilla todos los días. Ni siquiera los genios sin tiempo —Picasso, Federer, Dylan, etc— alcanzan la perfección por generación espontánea. Inspiración, pero mucha más transpiración.
Recapitulemos: hay una muchedumbre de muy buenos jugadores que todavía no conforman un equipo, un crack que aún no ha encontrado las condiciones para descollar y un técnico cuya mitología excede cualquier análisis convencional, alguien que ha hecho de la desmesura un estado natural y que, aún en el error, el desmadre verbal o la victimización más absurda, está jugándose el pellejo y el prestigio con su tarea. Sería mucho más sencillo ser el comentarista estrella de una cadena internacional. Su apetito de gloria y su ego, sí, lo empujan a la aventura. No es poco tratándose de un sujeto que se asomó varias veces al abismo. Aún cuando a veces no pueda dejar de alimentar su condición de héroe maldito —el mito del mártir que vence con el sistema en contra—, aún cuando se saltee —los destruya— todos los casilleros de la corrección, no hubo ni un solo episodio sospechoso que pueda servir como respaldo para lanzar la teoría del boicot a Messi y, por consiguiente, del autoboicot.
Por último, una anotación que sirve para señalar la inabordable personalidad de la leyenda. Hay una deliciosa escena en el final del documental que Emir Kusturica filmó sobre Maradona. La acción transcurre en una vieja casa de San Telmo, en donde el director y el cantante Manu Chao aguardan a Maradona para filmar una última parte de la obra. El astro no aparece. Lleva cuatro horas de atraso y está inubicable. Ya ha pasado otras veces, pero ahora es un misterio. Mientras Chao se entretiene rasgueando su guitarra —intenta embellecer los últimos acordes de un tema que le dedicará a Diego— Kusturica, fatigado por la homérica tarea que está llevando a cabo, mira a cámara y, algo contrariado, comparte su desazón: “Hace dos años que sigo a Maradona. Hoy estoy en el mismo lugar que cuando empecé. Todavía no sé quién es”.
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