Es muy triste ilusionarte: la desilusión siempre te mata. Benditos aquellos que no creyeron en esta selección, desde el comienzo. Benditos los que, cuando ganamos los tres primeros partidos de Argentina del Mundial, no se maravillaron con una sola jugada de Messi, y sí se manifestaron preocupados porque atrás éramos un desastre (sobre todo el sector derecho de la defensa) y porque, en el medio, “Mascherano estaba muy solo”. Benditos los que nunca, ni aún en sus mejores tardes en el Camp Nou, vieron en Lionel Messi al sucesor de Maradona. Qué suerte los que esperaban, deseosos, este traspié (aunque nunca, calculo, imaginaron la goleada teutona).
Nosotros, una gran parte de este país, nos ilusionamos. De esa gran parte, me creo –o creía- entre el selecto grupo de los que “saben de fútbol”. El resto, esa masa anónima que te dice “a mí el fútbol no me gusta, salvo en los mundiales”, también creyó que la copa era un sueño posible, y más desde la increíble salida del –después de Alemania- mejor equipo del torneo: Brasil.
Yo creí que Lionel Messi era no sólo la reencarnación del Diego: aposté también que podía llegar a superarlo. Esperé, en vano, que apareciera su rebeldía, su fuego sagrado, como cuando le clavó 4 al Arsenal de Inglaterra. No me desesperé porque no apareciera su gol, y conté que Paolo Rossi, en el ´82, no anotó recién hasta el quinto partido, y después fue el goleador del Mundial, con 6: igual que Kempes en el ´78, que hasta el cuarto partido estaba virgo de goles, y después se llevó la gloria, y el Botín de Oro. También imaginé que, defensivamente, con Otamendi por la derecha, Podolsky y cuantos se arrimaran por allí estarían bien controlados. Recordé que el Estudiantes de Sabella ganó la Libertadores con 4 defensores centrales. Acordé en que Mascherano suele jugar mejor solo en el medio que con otro mediocampista de contención al lado. Supuse que la falta de laburo táctico de Maradona había sido subsanada con el ingreso del Negro Enrique al cuerpo técnico. Dí por sentado que el flaco Di María se destaparía en la etapa final. También arriesgué que Alemania, igual que en el ’86, ó en el ’90, nos respetaría, como nos respetaban, en general, las potencias del mundo futbolero.
Perdí. Perdimos.
Ganaron los otros.
Ahora, ellos, esperarán, sonrisa en boca, las barbaridades mediáticas de Sanfilippo, que repetirán, como chistes verdes, eufóricos, en futuros asados, en mesas de café. Paladearán una y otra vez las declaraciones agrias de Ribolzi. Se burlarán cuando Messi, de acá a unos meses, vuelva a romper récords con la del Barcelona. Y putearán cuando Grondona, con su soberbia autista, vuelva a confirmar a Maradona como dt de la selección.
¿Nosotros? Nosotros seguiremos tranquilos pero heridos, hasta que la pelota vuelva a rodar y la selección juegue aunque sea el peor amistoso, cualquier día de semana. Allí encontraremos la mínima excusa (una pared, una rabona, un zapatazo de veinticinco metros) para alegrarnos y volver a ilusionarnos con la utopía de un Maracanazo argento en el 2014.
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